Crónica de la exposición de acuarelas y tintas  de Sergio Galván

Por Norma Garza Saldívar*

No habrá nunca una puerta. Estás adentro

y el alcázar abarca el universo

y no tiene ni anverso ni reverso

ni externo muro ni secreto centro.

No esperes que el rigor de tu camino

que tercamente se bifurca en otro,

tendrá fin. Es de hierro tu destino

como tu juez. No aguardes la embestida

del toro que es un hombre y cuya extraña

forma plural da horror a esta maraña

de interminable piedra entretejida.

No existe. Nada esperes, ni siquiera.

En el negro crepúsculo la fiera.

“Laberinto”

“Esta maraña de interminable piedra entretejida” es el verso que instantáneamente me lleva a las imágenes que celebramos ahora con Sergio. Su mirada arquitectónica impregna su mirar pictórico, artístico, y es capaz de imaginar y crear otros órdenes de lo posible, es decir imágenes de utopía. Sergio rasga los lugares conocidos, y crea una arquitectura de intersticios, de bifurcaciones, donde la consigna parece ser la errancia, porque en sus espacios no hay salidas, son formas que nos dan la perspectiva del desorden desde Babel hasta los laberintos urbanos, donde el tiempo parece ser la materia que da forma a lo que no existe. Movimiento que se detiene en un instante, en “Un segundo” para proyectar “El otro lado”, el tiempo otro de “La casa de los ángeles”. Con estas imágenes, Sergio nos recuerda el incesante dinamismo, no solo de un espacio a otro, sino de un espacio a otro lugar que no existe, porque quizá lo importante de un laberinto no es tanto llegar al centro, sino sabernos desplazar en ese espacio interminable, donde el centro parece siempre descentrado porque en cualquier sitio puede sorprendernos su habitante.

La pintura es la narración de la mirada: deambula, penetra, se expande, focaliza, nos cuenta la experiencia en la cual el espectador participa con su mirar atento, si, pero también decidido a perderse en esos laberintos, y quizá esa participación es la que nos permita tener una experiencia estética con la obra pictórica. Estas construcciones que Sergio plasma en sus acuarelas, me recuerdan la tarea de aquel gran arquitecto que edificó, por orden del rey Minos, el primer laberinto, Dédalo; pero aquel laberinto estaba destinado a encerrar y a ocultar al hijo monstruoso de Pasifae: el Minotauro, el hijo de la transgresión, mitad hombre mitad toro. Un ser que, como decía Borges, se asemeja demasiado a la forma plural del hombre, y lo llamaba “el pobre protagonista”, prisionero de sí mismo; un ser condenado fatalmente a la soledad.

Pero en los laberintos de Sergio no existen esos monstruos, mitad hombre mitad bestia, y en cambio, deambulan por ahí ángeles y pegasos que parecen abrirnos un tercer ojo: el imaginario; pero también hay otros seres que sin ser hombres ni mujeres, parecerían entes con los que nos podríamos identificar fácilmente. Personajes que si bien nos hablan de la desolación urbana, también podrían estar inyectados de búsqueda y curiosidad, o aquel sentimiento mayor, que impregna toda la obra de Borges: la perplejidad, el asombro, la confusión, la duda. A eso nos remiten construcciones como estas. Y es que quien se adentra en el universo de los laberintos, como Sergio lo ha hecho, y como podemos hacerlo quienes penetremos en su obra, ya no podrá salir de ellos. No es ninguna fatalidad, pero tampoco ningún alivio, es quizá encontrar el estado permanente de la perplejidad frente a la realidad y frente a nosotros mismos. Quizá uno de los peligros mayores de la modernidad que estamos viviendo sea precisamente la pérdida del asombro, ya que perder esto significa también perder el respeto, al amor, la mirada, el deseo por el otro.

En efecto, una figura como esta, transgresora de por sí, por su estructura, por su sentido, por su propuesta, es relevante en estos tiempos en los que se buscan mas verdades y certezas, caminos rectos y seguros, en los que se cree tener el dominio de la naturaleza y del entorno, en los que se quiere ver, no la multiplicidad de posibilidades que cada hecho y acontecimiento engendran, sino la cerrazón de aquel que cree que su verdad es la única verdad. No, el laberinto es errancia permanente, es duda e incertidumbre, es el deseo por la bifurcación de los caminos y no por el camino recto. Es el recorrido por territorios como los que nos propone Sergio, urbanos, caóticos quizá, pero siempre escondiendo ese centro que incita a seguir errando, a seguir buscando. Ciudades imaginarias, ciudades que pueden ser cualquiera, desde su Ítaca hasta su D.F., construidas con los elementos naturales, los colores y el agua, acuarelas con las que Sergio crea otras formas para habitar los lugares en los que nos hemos habituado a vivir.

Los ángeles de Sergio, deambulando por el duro concreto, me recuerdan a los ángeles de Win Wenders, aquellos que querían saborear la dolorosa belleza de ser humano. En cambio, aquel cuadro en el que aparecen aquellas figuras que quieren ser hombres, separados por muros y unidos por soledades compartidas, nos sugiere quizá un ser que, asediado por el miedo y por la apatía, ya no se atreve a emprender la riesgosa aventura que le exige el pensar y percibir la realidad sin ataduras, pensar contra sí mismo, y contra los órdenes impuestos, sospechar de aquello que se nos ha vuelto tan familiar.

El laberinto es una puesta en cuestión de las formas establecidas, no para crear un simple caos o una irracionalidad absurda y sin sentido, sino porque en una estructura desestabilizadora, el cuestionamiento y la crítica son los caminos que nos permiten recorrer todos los otros, sin quedarnos paralizados en uno solo, sin limitar la incesante bifurcación en el trayecto. En este sentido, la obra de arte desgarra violentamente la gruesa tela de lo establecido, y cubre, por otro lado, con el velo de la extrañeza lo ya conocido. En la pintura, las formas, la tinta, el tema y sus contenidos señalan hacia otra realidad, nos ofrecen nuevas texturas para nuestros sentidos, y nos dejan la libertad que solo produce el verdadero goce estético, el que nos permite adentrarnos de otra manera en nuestro pequeño, y a veces, limitado entorno.

En esta muestra que nos entrega Sergio, nos acerca a la realidad invisible, pero presente, sobre todo en nuestra gran ciudad, de lo laberíntico. Lo cual no significa solo confusión, sino construcción de un camino propio, de la singularidad de cada destino. Lancémonos pues, a este laberinto, el universo, deseando encontrar esas rutas, coloridas y sombrías, en las que quizá nos podamos encontrar todavía con ángeles y pegasos que nos inviten a realizar el único acto que de veras cuenta en la presentación de una muestra pictórica: ver con el ojo físico, pero también con el imaginario. Veamos, pues, la obra de Sergio Galván con el ojo que todavía quiera explorar nuevos territorios, y que quiera aprender  a desplazarse en esa maraña de piedra, saberse mover en esa interminable piedra entretejida donde no hay una dirección única. Afortunadamente el laberinto es todavía un espacio demasiado vasto para la mirada y para la comprensión, pero es el territorio propicio para desafiar la orientación lógica de los hombres. Las utopías de Sergio nos permiten captar simultáneamente el caos dentro del orden de sus construcciones, la posibilidad de lo imposible, y quizá ése sea otro nombre de la esperanza. Su obra nos permite inaugurar también lo que viendo no vemos todavía.

México   Septiembre 2003

* Norma Garza Saldívar. Es Licenciada en literatura hispanoamericana con posgrado en literatura iberoamericana por la UNAM. Ha publicado diversos artículos de divulgación y ensayos literarios. Autora de Borges: La huella del Minotauro, obtuvo en 1997 el Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas

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